Era un dìa tan claro y tan caluroso como los de Montecristi, que a pesar de estar cubierto por el Atlàntico caribeño las estepas arden por el sofocante calor que adormece a las mujeres recolectoras de arroz en las extensas sabanas de aquel poblado entre cascos de montañas empinadas.
Al levantarse bien temprano Bulleo recibiò una descarga de cantos mal entonados de los gallos de pelea que eran bien cuidados por su hijo mayor, Barrabàs.
Inclinò bruscamente la cabeza y a lo jejos alcanzò a ver el caballo atado a una soga en el patio.Un àrbol de tamarindo servìa de fronda aquel equino compañero de largos viajes a montes.
-Tengo que afeitarme-dijo Barrabàs.
Sus cabellos ondulados le dan un aspecto de soldado ateniense. Sus cejas, gruesas, reflejaban la clarinada de aquel dìa.
Como de costumbre pasaron frente a la casa màs de nueve pescadores hacia el Lago Enriquillo, sostèn alimentario de las comunidades que circudan ese lago.
-No parecen atraìdos por la pesca-sentenciò Barrabàs.
Bulleo que ya tenìa preparado el caballo asintiò con gesto estoico la advertencia de su hijo mayor.
En la sala, Nahla, la hermana menor de Barrabàs, sudaba copiosamente.Al frente de su cama el retrato de su madre que habìa fallecido poco dìas despues del ciclòn Flora a causa de una neumonìa.
-Me estoy preparando-dijo el padre.
Barrabàs se habìa marchado con el pecho erguido, y en sus manos su pasiòn favorita: los gallos de pelea.
En la calle todo el mundo murmuraba sus pasos, pero nadie se atrevìa a señalarlo como un farfullero en las apuestas de gallos. Peleaba como una fiera herida.
Bulleo se despidiò de la casa dejando a Nahla con una leve fiebre, y en la mesa dos pesos para la compra de los alimentos del mediodìa.
Sobre el caballo el padre de Barrabàs colocò una hacha y tres jarras de agua para prepararse para su oficio: leñador.
Entre los pinares, Bulleo observò todo el terreno y amarrò el caballo al final de una empalizada cubierta de una hilera guisantes.
Un centenar de pajarillos volaron despavoridos por todo el pinar cuando el primer hachazo se encrustrò en el tronco de un àrbol.
Al extenso campo de pinos se presentò un vecino de Bulleo.
-Tengo que decirte algo-dijo el vecino.
-¿Què?-inquriò el leñador.
El vecino aguantò la respuesta, pero a los pocos minutos no podìa contenerse.
-Se muriò tu hija-le dijo.
-!Còmo, un hombre sin dinero!-exclamò Bulleo.
La cooperaciòn de vecinos hizo posible el entierro de Nahla.
El fondo de la sala, Bulleo, cabizbajo, perdiò su mirada entre el cielo que se teñìa de grìs en aquel otoño en la frontera sur.
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